Los de los 90 fueron los turistas del “deme dos”: aquel viejo espejismo
que definió al argentino que venía a Florianópolis como el turista
canchero y gastador, que negociaba sacando pecho de paloma y volvía con
una bolsa de hamacas paraguayas y remeras flúo muy útiles. En los
últimos cinco años, en cambio, el perfil mutó a lo que por aquí se
conoce como el “argentino llorón”: el que con tal de venir venía con lo
justo, peleaba todos los precios y en la playa se llenaba con pan y
fiambre aunque la bandeja de camarones saltados en ajo lo hicieran
babear. Pero este verano, el turista argentino volvió a cambiar de piel.
El que venía con lo justo, sumó el impuesto del 35% y ya no viene.
Quedó el fiel, el que no se desmaya cada vez que multiplica para ver
cuánto le sale, el que con “pichulear” no hace la diferencia.
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