Por Juan Notaro
Presidente ejecutivo de Fonplata
La integración regional, ese añorado objetivo latinoamericano, no ha sido fácil de alcanzar, y cuando parece que los pasos para concretar avances definitorios se acercan, luego se desvanecen por impedimentos políticos, burocráticos, o por el simple y llano juego de intereses nacionales.
No hay proceso de integración perfecto, y sino miremos hacia el Mediterráneo, donde la crisis griega ha sido el más reciente cuestionador de la integración europea.
Uno de los instrumentos más efectivos y dinámicos para lograr la integración efectiva ha demostrado ser el apoyo a los países con mayores limitaciones estructurales respecto a los más avanzados.
Trabajo a diario con países de dimensiones y grados de desarrollo relativo muy diferentes, como es el caso de Argentina y Brasil por un lado, y Bolivia, Paraguay y Uruguay por otro, en lo que conforma un mecanismo financiero propio para el desarrollo y la integración subregional, llamado FONPLATA.
Y quizás no es muy sabido, salvo en círculos financieros de la región, que nuestros préstamos a Bolivia, Paraguay y Uruguay -la parte sustantiva de nuestra cartera anual de 300 millones de dólares- se realizan a tasas de interés preferenciales, bastante más reducidas que las aplicadas a Brasil y Argentina.
Es un mecanismo solidario acordado entre los cinco países y reforzado por el hecho de que quienes más capital aportan a FONPLATA (el 66%) son los dos países más grandes. Esto se realiza con el objetivo de compensar desigualdades en el desarrollo relativo de los países de la subregión y favorecer la integración y la cohesión social, especialmente en las regiones de frontera.
Paralelamente, y persiguiendo el objetivo común de reducir asimetrías estructurales entre sus países miembros, Mercosur en 2006 creó un Fondo de Compensación Estructural: FOCEM, que en los últimos 10 años ha aportado más de 1.000 millones de dólares no reembolsables con esa finalidad en la subregión.
Salvando las distancias, este es un mecanismo compensatorio similar al que se puso en práctica en la Unión Europea y que permitió que la infraestructura de países como España floreciera al punto de que la red vial española de hoy no tiene nada que envidiarle a la alemana.
En todo caso -y a diferencia del caso europeo-, los países menores del Mercosur no son necesariamente los más pobres y, adicionalmente, las regiones más pobres también se encuentran en los países de mayor tamaño o en zonas de frontera.
Con el ingreso de Venezuela en el Mercosur, el FOCEM -que en la última reunión de presidentes de Mercosur en el mes de julio fue renovado por 10 años más- cuenta con un aporte de 127 millones de dólares por año: 70 provenientes de Brasil, 27 de Argentina, 27 de Venezuela, 2 de Uruguay y 1 de Paraguay.
Del ingreso anual, Paraguay obtiene un usufructo del 44% de los recursos y Uruguay un 29%; en tanto que Argentina, Brasil y Venezuela, un 9% cada uno.
La dimensión geográfica de este bloque económico continental, al que ya prácticamente está sumado Bolivia como miembro pleno, y sus requerimientos de inversión en infraestructura, son ampliamente superiores a los que hoy pueden atender juntas todas las instituciones financieras internacionales.
Según el Banco Mundial, por cada dólar invertido en infraestructura en nuestra región, los asiáticos invierten cuatro. Mientras el debate de cómo superar esa brecha prosigue, no nos podemos quedar cruzados de brazos.
Si, por el contrario, continuamos reduciendo las asimetrías estructurales en aquellas áreas geográficas menos favorecidas, donde las inversiones de mediano porte en infraestructura de transporte, comunicaciones, productiva o social, alcanzan un impacto multiplicador por la inclusión económica y social que generan, la integración tendrá un valor real.
Así, la integración regional implica una alternativa donde todos ganan: los países pequeños, los grandes y, al final del día, juntos crean más oportunidades para todos los ciudadanos donde ellos se encuentren.
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