De la misma manera que cuando se analizan épocas históricas, siempre es difícil establecer con exactitud el punto de inflexión. Sí pueden, en cambio, detacarse algunos hitos. El primero, con seguridad, fue la intervención del Indec y la consiguiente pérdida de credibilidad social en las estadísticas públicas. Tratándose de la evolución de la macroeconomía, la alteración de estadísticas parece una formalidad, pero fue el surgimiento de una manera de entender la forma de hacer política; la creencia de que para transformar algunos parámetros económicos bastaba con la voluntad. Más concreto: la interpretación extremista del postulado “la subordinación de la economía a la política”, malentendido como “la subordinación de las relaciones de mercado a la voluntad”. El segundo hito fue el llamado cepo cambiario; la creencia, otra vez, de que la formación de activos externos podía combatirse simplemente con restricciones. Fue el nacimiento de un sistema de tipos de cambio múltiples de facto, con todas las discrecionalidades asociadas, y un punto de partida para manejos dudosos de la política comercial, como la regulación de las Declaraciones Juradas Anticipadas de Importación condimentadas con el sistema de obligar a exportar para importar, lo que llevó a absurdos como que los importadores “compren” exportaciones, o sea, políticas de efecto nulo en el agregado.
A las formas en el manejo de la política económica, las precedió un factor estructural, también de origen voluntarista, pero preexistente: la creencia de que una economía caracterizada históricamente por sus ciclos de Stop & Go no demandaba planificación. La principal desgracia se expresó en la llegada del déficit energético, situación que hizo palidecer la ausencia de otras políticas sustitutivas de importaciones. En el plano industrial, las armadurías electrónicas representan un enclave deficitario que ni vale la pena analizar, un negocio para pocos sin efecto multiplicador que se traduce en productos caros para quienes pagan la fiesta: los consumidores. Más compleja es la cuestión automotriz. La caída sectorial de 2014 es impresionante: 24 por ciento en los primeros 10 meses según el último informe de la consultora Ecolatina, una señal ineludible de la mala apuesta realizada. Una baja de semejante magnitud, que se “subexplica” por la caída de Brasil, las restricciones a las importaciones y la caída de la demanda interna, indica en realidad las limitaciones del modelo industrial elegido; en concreto, de su inserción internacional y de “regresión sustitutiva”. También explica la estrategia de administración de la restricción externa, un combo que incluyó la restricción de importaciones, situación que, dado el modelo industrial, significó un freno en la producción. En otras palabras: en los últimos años el Gobierno no previó la restricción externa y cuando finalmente llegó, la única decisión fue dejar de crecer. El matiz es que en el último año, el Ministerio de Economía había iniciado una estrategia diferente, pero que fue abortada a partir del acoso del Poder Judicial estadounidense en sintonía con los fondos buitre.
Resta la política cambiaria, otra iniciativa tardía post cepo. Luego de negarse a reconocer el problema de que los excedentes financieros se transformaban a los distintos dólares paralelos por la ausencia de alternativas en pesos, presionando así una devaluación, los cambios en el Banco Central corrigieron el rumbo y, al mismo tiempo, eliminaron también las microdevaluaciones periódicas. No se trata sólo de una “vuelta al ancla cambiaria”, como sintetizan algunas consultoras, sino de asumir que la devaluación no corrige los problemas. Los hechos demostraron que la cuestión cambiaria era inseparable de la inflación. La suba generalizada de precios no era monetaria, pero tampoco resultado de una maldad especial de los empresarios locales en relación con otros países del mundo (inflación oligopólica). Al margen de la discusión por el número verdadero, el último trimestre del año consolidó una baja tendencial de los aumentos de precios. Las explicaciones son dos: la estabilización cambiaria y el freno de la actividad, es decir, de la puja distributiva. El último relevamiento del Estudio Bein difundido este viernes destacó que la inflación pasó de un anualizado del 67,7 por ciento en enero, inmediatamente después del salto devaluatorio, a un 22,4 en noviembre.
Finalmente, esta semana cayó la última interpretación extremista; la idea de que el desendeudamiento siempre es bueno. Haber desendeudado al país fue un gran logro emancipatorio de la última década. Desde los picos post default de 2002 la relación deuda pública/PIB pasó del 166,4 al 39,5 por ciento en 2013. Combinado con el crecimiento de la economía y las reestructuraciones de 2005 y 2010, eso posibilitó que la relación intereses/PIB pase en el mismo período del 3,8 al 1,3 por ciento. Sin embargo, con proximidad de déficit de cuenta corriente, acecho buitre y fuertes vencimientos en 2015, seguir pagando todo con reservas sería un suicidio macroeconómico. Las reservas quedarían en niveles críticos y se desatarían inmensas presiones devaluatorias. Frente a estos datos, el Gobierno decidió abrir la cuenta capital, pagar una parte de los vencimientos del Boden 2015, que suman 6700 millones de dólares, por adelantado y refinanciar, canjeando por Bonar 2024, otra parte a quienes lo deseen. A la vez, también se colocarán nuevas emisiones de Bonar 2024 con una tasa del 8,75 por ciento anual. Si esta operación se completa como prevé Economía, se despejará parcialmente el horizonte financiero y se descomprimirá el nivel de extorsión del Poder Judicial estadounidense, lo que quizá posibilite aumentos de la Inversión Extranjera Directa en sectores hoy clave como infraestructura y, fundamentalmente, energía; lo que se necesita para salir de una economía parada
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