No tendría sentido esbozar aquí una suerte de biografía en cifra del almirante Emilio Massera, fallecido ayer, a la edad de 85 años, en el Hospital Naval. No porque la figura en cuestión careciese de interés para legitimar un propósito semejante, sino porque no es éste el espacio y, mucho menos, la oportunidad. Llegará el día en que, si no acallados para siempre, cuando menos atemperados los odios y las pasiones que despertara en sus años de esplendor político --contemporáneos al así llamado Proceso de Reorganización Nacional del cual fue, por paradójico que resulte, uno de sus forjadores y, al propio tiempo, una de sus principales víctimas--, pueda acometerse dicha empresa con mesura e imparcialidad.
(...)
No fue, demás está decirlo, la mezcla de Maquiavelo y asesino serial que han pintado sus enemigos, tan feroces a la hora de enjuiciarlo con la pluma, como lo habían enfrentado antes en esa tremenda guerra civil en la cual ellos llevaron la peor parte. Tampoco fue, mirado a la distancia, el clásico almirante forjado en el molde de Brown. Tuvo la descomunal y trágica potestad, a la vez, de ser --junto a los otros miembros de la Junta de Comandantes-- dueño de la vida y de la muerte de las personas, algo que nadie, ni siquiera Rosas, en el siglo XIX, y tampoco Perón, en el siguiente, tuvieron en esa escala.
Como no podía haber sido de otra manera, el ejercicio de tamaño poder lo signó para siempre. Que a veces ese poder se usó mal, no es, a esta altura, ningún descubrimiento. Pero salvo en las conflagraciones de fantasía o en las que se desarrollan en mesas de arena, todas las formas de guerra irregular terminan de la misma manera: al terror se le opone el contraterror.
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