Estoy seguro de que a nadie habré inquietado con mi ausencia. Pero siento la obligación de explicar(me) por qué no acepté firmar el documento “Por una soberanía idiomática”, publicado el 17 de septiembre en Página/12, con cuyos fundamentos coincido en gran medida, y que rubrican muchos queridos y admirados amigos.
Como en estos temas del lenguaje no hay nada inocente, sólo se trató para mí de una sola palabra: llamar “español” a la lengua que hablamos. Ya en 1492, Antonio de Nebrija denominó “Gramática castellana” a la primera codificación de dicha lengua, por entonces naciente. Y ya entonces, y no sólo por obsecuencia, la dedicó a la reina Isabel como “instrumento del imperio”.
Desde muy pequeño supe que en España se hablaban varias lenguas, pero que sólo una no estaba prohibida. Y que esa prohibición duró muchos siglos, y sólo concluyó con la muerte de Franco y de su dictadura. A partir de entonces, recuperada la democracia, en España existen por lo menos cuatro lenguas oficiales: castellano, vasco, catalán y gallego.
Es algo que ya sabía Juan María Gutiérrez (1809-1878), un miembro clave de nuestra primera generación de intelectuales, la de 1837, cuando el 30 de diciembre de 1875, con una digna y larga carta, ampliamente fundamentada, rechazó aceptar su nombramiento como miembro de la Real Academia Española.
Desde entonces, la cuestión de la lengua tuvo amplio anclaje histórico en nuestro país, incluso con largos períodos donde se la enseñó nada menos que como “idioma nacional”. Lo que dio, por supuesto, pie para muchas y fecundas polémicas.
Pero así como no es azaroso ni ingenuo que la “Ñ” sea el logo de los muchos congresos que la Real Academia Española viene realizando sobre todo en nuestra América, tampoco es menos cierto que esa misma Academia, desde sus orígenes, utiliza el adjetivo de Española para su condición de organismo, y no para la lengua de la que dice ocuparse. La cual siempre fue llamada castellano.
Que nosotros aceptemos denominarla “español”, especialmente en estos tiempos donde el término “spanish” es impuesto por la avasalladora masificación de los medios digitales (que tampoco son ingenuos), es como si aceptáramos que, tal cual ocurre en las aduanas de Estados Unidos, nos califiquen de “hispanos”, o como si nosotros mismos siguiéramos aceptando el apelativo de “hispanoamericanos” con el cual quisieron cautivarnos. Es decir, hacernos cautivos.
Por eso, a mi modesto entender, pregunto (y me pregunto): ¿nuestra soberanía idiomática no debería comenzar por negarnos a designar con el nombre de una nación europea a la lengua en que hablamos, sobre todo, tantos millones de latinoamericanos?
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