Quizás el peor error de los tantos que cometió la izquierda peronista en el ’73, tras el regreso de Juan Domingo Perón, es el de haber caracterizado mal la etapa que se avecinaba en el mundo, en Latinoamérica y se cernía sobre la Argentina. Convencidos de que soplaban vientos revolucionarios y de que era posible la creación del Hombre Nuevo, se lanzó a generar las condiciones subjetivas de la revolución, sin importar lo que ocurriera con los resultados. Tensar la cuerda la llevó a perder la comunicación con el conductor, y finalmente, al desencuentro y al debilitamiento de todo el proceso de liberación nacional iniciado el 11 de marzo de ese tremebundo año.
Más allá de las caracterizaciones ideológicas que puedan hacerse teórica o abstractamente sobre el Perón del regreso –sin dudas ya era un hombre del orden más que de la Revolución–, pero era justamente él quien sabía en qué medida y con armonía se iba a llevar adelante la concreción del proyecto nacional en función de los tiempos que corrían en el globo. Fue Perón el que supo que Richard Nixon y el inefable Henry Kissinger iban a sembrar el continente de dictaduras militares. Fue Perón el que se dio cuenta y lo escribió en una carta al general chileno Carlos Prats –asesinado después por la dictadura militar– de que Estados Unidos no iba a permitir otro enclave nacional y popular: “Reconozcamos que una de las causas principales de los duros reveses sufridos por las fuerzas democráticas de América Latina reside en no apreciar debidamente el rol de los Estados Unidos, responsables de la mayoría de los golpes de Estado. Sus manos están manchadas con la sangre de miles y miles de latinoamericanos caídos en la lucha por la libertad y la independencia. No hay un solo país latinoamericano que no haya sufrido la intromisión descarada de los monopolios estadounidenses, verdaderos ejecutores de la política exterior de su país. Se equivocan los que afirman que respecto de los Estados Unidos estamos viviendo un período de calma. Y qué calma es esta cuando están realizando toda clase de actividades secretas, soborno de políticos y funcionarios gubernamentales, asesinatos políticos, actos de sabotaje, fomento del mercado negro y penetración en todas las esferas de la vida política, económica y social. Sobre nuestros países vuelan los aviones militares estadounidenses, mientras nuestro suelo permanece en poder de sus monopolios, con bases militares. Y a esto se añaden centenas de establecimientos menores, como estaciones meteorológicas, o sismológicas, capaces de convertirse en centros de terrorismo y agresión.” Fue Perón el que comprendió el mensaje de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973, y el que comprendió las incidencias de la crisis del petróleo en las economías emergentes. La izquierda, tanto peronista como perreteísta, claro, estaban convencidos de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Hasta Fidel Castro se daba cuenta de que eran tiempos más proclives a las “lealtades” que a las “profundizaciones”. En una carta a Mario Santucho, el líder cubano le contestó unos meses más tarde, cuando Robi le pidió ayuda económica y militar: “¿Cómo es eso, chico, de una guerrilla rural en pleno gobierno democrático?”. Fue el conductor, en síntesis, quien tenía la estrategia acertada para el momento histórico que se avecinaba. La premisa era mantener el Pacto Social –el plan económico más progresista entre 1955 y 2003– y evitar un último golpe militar. ¿Por qué? Porque como él mismo respondió: “Si alguna vez llegase a haber otro golpe, el pueblo quedará tan derrotado que la vuelta constitucional servirá solamente para garantizar, con el voto popular, los intereses del imperialismo y de sus cipayos nativos.”
No era la primera vez que Perón debía poner freno a los apresurados. El otro momento fue durante el polémico Congreso de la Productividad que en 1954 y 1955 lo enfrentó al Movimiento Obrero Organizado que exigía no perder posiciones en sus ganancias sectoriales. Nadie puede negar que los reclamos de la CGT no fueran justos ni tuvieran un componente social con el que cualquiera se sintiera identificado. Sin embargo, hizo patente el debilitamiento del poder del propio Perón, que intentó firmar un Pacto Social para impedir que los poderes concentrados de la Argentina no avanzaran como lo hicieron finalmente en junio-septiembre de 1955 y tras el golpe. Otra vez, el conductor miraba todas las fichas del tablero, mientras otros actores –industriales y sindicalistas– sólo defendían sus propios intereses sectoriales.
Nadie pretende que la política no sea confrontación y conflicto. Nadie en su sano juicio puede creer que sólo se trate de un dechado de buenas intenciones. Tampoco se cree que los intereses nacionales estén representados por un sector como el empresariado, que cuando tuvo oportunidades enajenó su patrimonio y se travistió en importadores o ahorró en dólares en el exterior, o aumentó brutalmente sus ganancias aprovechando el ejército de reservas que significó la desocupación en los años noventa. Seguramente, no estarán nunca a la altura histórica de liderar un proceso de integración social y nacional que lleve a la Argentina al lugar donde muchos –no sin exagerada fe y optimismo- creemos que puede llegar a estar. Pero si la conductora del movimiento nacional y popular Cristina Fernández de Kirchner considera que es tiempo de no apresurar, debería tener el voto de confianza, no sólo de ese más del 50% de la población que está dispuesto a votarla, sino también de las organizaciones sindicales. Regalarle títulos a la prensa hegemónica, intentar esmerilar la relación entre la presidenta y los trabajadores a menos de un mes de las elecciones no parece una política madura por parte de algunos dirigentes obreros.
Perón escribió en Conducción política: “En el arte de la conducción hay sólo una cosa cierta. Las empresas se juzgan por los éxitos, por sus resultados. Podríamos decir nosotros: ¡Qué maravillosa conducción!, pero si fracasó, ¿de qué sirve? La conducción es un arte de ejecución simple: acierta el que gana y desacierta el que pierde. Y no hay otra cosa que hacer. La suprema elocuencia de la conducción está en que si es buena, resulta, y si es mala, no resulta. Y es mala porque no resulta y es buena porque resulta. Juzgamos todo empíricamente por sus resultados. Todas las demás consideraciones son inútiles.”
¿Hay algún sector del peronismo –territorial, sindical, partidario– capaz de obtener en las próximas elecciones más del 50% de los votos y llevar a una indiscutible victoria al movimiento nacional y popular con esa legitimidad? No, ¿verdad? Bueno, entonces habrá que admitir que la estrategia utilizada por la conductora es la acertada. ¿Existe el miedo de que la presidenta vire a la “derecha”? O sea, ¿la sospecha es que la presidenta que quiso instalar la 125, que nacionalizó Aerolíneas Argentinas y las AFJP, que decretó la Asignación Universal por Hijo, que profundizó el programa de paritarias, que creó el plan Conectar Igualdad, que mejoró todos los índices sociales pueda intentar frenar la profundización del modelo nacional y popular? No sé por qué, pero me recuerda al gordo que en la platea de Boca, comiéndose una choripán colesteroloso, le grita a Riquelme “Corré, fracasado”.
Sabrán disculpar la poca elegancia que tiene este final categórico; pero en la Argentina de hoy, profundizar el modelo es ser leal a la conducción del movimiento, es decir, a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Lo demás, las apelaciones a la abstracción del “modelo nacional y popular” o al recuerdo lúcido de Néstor Kirchner, no es otra cosa que poco más que pirotecnia discursiva.
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