Por Luis Bruschtein (Página/12)
“¿No entendió todavía? Clarín es la última resistencia, es como un muro. Si cae Clarín, después caemos todos”, es el argumento de Elisa Carrió contra el proyecto para regular la producción de papel de diario en Argentina. El argumento sobreentiende que hay un poder político sobredimensionado y dictatorial. Lo cual en todos los casos quiere decir presos políticos, censura de prensa, fuerte represión de las protestas con heridos y muertos, expropiaciones por motivos políticos, persecución a los movimientos sociales, a los gremios, los piqueteros, los estudiantes, no hay elecciones ni Congreso. Puede haber matices: las dictaduras de los ’60 fueron más leves que las de los ’70. Pero eso es una dictadura, que las hubo en este país y contra las cuales Clarín nunca fue precisamente lo que se dice “un muro” y tampoco Carrió ha probado hasta ahora su decisión contra una dictadura.
Pero sobre ese diagnóstico, Carrió diseña su estrategia, lo cual hasta le da cierto sentido épico, de gesta antidictatorial. Para coincidir con una estrategia tan cerrada hay que coincidir necesariamente con el diagnóstico. De lo contrario ese camino es inexplicable.
Hay matices también en esa interpretación ya que no se ven gobernantes militares. Sería, en cambio, el gobierno de una banda de hampones sin ley ni moral que con demagogia ocupó el poder y ha desarrollado una dictadura encubierta. Pero lo suficientemente dictatorial como para romper todo diálogo con ella y salirle con los tapones de punta.
Otra interpretación, que termina coincidiendo con la anterior, describe a un grupo de políticos profesionales –aventureros y mercenarios–, que por demagogia toma algunas de las banderas de la centroizquierda con el solo objetivo de acumular poder y robar de las finanzas públicas. En toda medida de carácter progresista del Gobierno ven un trasfondo de corrupción y engaño. Algunos pueden completar esta imagen y la encuadran como parte de un plan global del imperialismo norteamericano. Como el latrocinio es el fin último de cualquier medida, la estrategia también es desconfiar y oponerse a todo. Sobre ese diagnóstico se diseña otra estrategia que permite entender la paradoja de fuerzas de izquierda o centroizquierda oponiéndose a medidas que siempre habían reclamado y prefieran en cambio unirse a sectores del centroderecha que siempre las han rechazado.
Entre ambas interpretaciones se produce una confluencia objetiva, al punto de que comparten una porción del electorado de centroizquierda y centroderecha que no tiene problemas para optar entre uno y otro, haciendo las ideologías a un lado. Estas dos visiones están hermanadas por la misma carga despectiva y de odio contra el Gobierno, reproduciendo actitudes y discursos de lo que fueron, varios años atrás, los sectores más duros del antiperonismo y con el mismo mesianismo de cruzados.
Esa franja, que alimentó a los llamados comandos civiles, estaba integrada por personas de izquierda, centroizquierda, nacionalistas y liberales, de derecha y centroderecha. Lo que unía a todos ellos por encima de sus ideologías y los iluminaba con un purismo mesiánico era la creencia de que estaban combatiendo contra un régimen fascista. En su imaginario, ellos se identificaban con los maquis y los partisanos que habían combatido a los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
Había un escenario complejo y varias razones que podían llevar a esa confusión, pero el desarrollo de la historia demostró finalmente que estaban equivocados. Y que en realidad, por lo menos para los de izquierda y centroizquierda y hasta para los nacionalistas, se puso en evidencia que esa militancia llameante había generado lo opuesto a lo que ellos habían querido hacer.
Hay una tercera mirada sobre este escenario, que define al Gobierno como populista, estatista o intervencionista. Puede condimentar esas categorías con la visión dictatorial o la gangsteril, pero centra su interés en esas definiciones de tipo económico, que vincula también con otros procesos políticos en América latina, sobre todo con el de Chávez en Venezuela. Hay matices también, para los que el Gobierno está en los primeros peldaños de una escala en cuya cúspide se ubica el caudillo venezolano. Esta mirada es la abiertamente neoliberal, es más una mirada ideológica, empresaria, de centroderecha. No denuncia conspiraciones ni poderes fantasmales y por lo tanto su estrategia es menos militante que las dos anteriores, pero más concreta y desde ese lugar tiene un discurso más abierto, en cuanto a sus planteos y reivindicaciones. Si se extiende también hasta ellos la equiparación con el antiperonismo del ’55, éste sería el sector que terminó favorecido aquella vez.
La expresión electoral del centroderecha nunca ganó elecciones en los últimos treinta años de democracia. Y llegó al poder montándose en las alas conservadoras del PJ y la UCR. Pero la beligerancia mayor no la pone este sector, sino los dos anteriores, cuyas cosmogonías necesitan basarse en creencias y pulsiones que no se ajustan mucho a la realidad.
La política no se puede explicar como el accionar de una banda de aventureros y tampoco se puede decir que Argentina sufre una dictadura que ahoga todas las libertades. Hay un desajuste en esas descripciones que lleva indefectiblemente a la intolerancia y a la crispación por la negación del debate. La idea de que el Gobierno usurpa un espacio ideológico que no le corresponde provee la coartada para eludir cualquier debate con la excusa de la mentira.
Si el Gobierno miente cuando instala la Asignación Universal por Hijo, ¿en qué está mintiendo? ¿Cuál es la mentira de una medida concreta? Si la medida se ejecuta, lo que importa es eso. Es más importante la calificación ideológica que implica la concreción de la medida que el hecho de haberla reivindicado siempre sin haber podido ejecutarla nunca. La expresión de deseos, en política, es muy poco. Si la Asignación por Hijo califica por izquierda, es más de izquierda el que generó las condiciones y tuvo la decisión política para hacerlo que el que solamente la reclamó.
Lo mismo se puede decir con la deuda externa o con la reestatización de Aerolíneas, de AySA, el Correo o las jubilaciones. No se ajusta a los sentidos decir que como no fueron anunciadas ni formaron parte de sus programas de gobierno, todas esas acciones y medidas constituyen una gran mentira. En política es más importante haberlas concretado que tenerlas en el programa. Muchas de las fuerzas a las que les gusta definirse como de centroizquierda o progresistas tienen programas maravillosos, pero nunca generaron las condiciones ni evidenciaron la voluntad política real de concretarlas.
Se ha dicho que los Kirchner no participaron en los movimientos de derechos humanos y por lo tanto son oportunistas y demagógicos cuando intervienen en el tema. Una cosa es prometer y no hacer. Pero si han generado las condiciones y tomado la decisión política de anular la legislación de la impunidad y de juzgar a los represores, han hecho más por los derechos humanos que muchos que se han llenado la boca y nunca generaron nada.
Después de seis años de gobierno kirchnerista, califica decir que se trata de un gobierno que realizó reformas de tipo económico y social que pueden ser cuestionadas por izquierda o derecha. Se puede decir que esas reformas no alcanzan o que son estatistas o populistas, pero no se puede decir que todo es una mentira, una disputa de poder. Es una forma deshonesta de ubicarse frente a la realidad.
Cuando más han sonado esos argumentos en los últimos días ha sido en el conflicto planteado con Fibertel y Papel Prensa. En el caso de Fibertel se dice que el Gobierno nunca avisó lo que iba a hacer, que no estaba en sus programas ni en sus discursos, por lo que sólo es una expresión más de la pelea de poder entre el Gobierno y el Grupo Clarín. En realidad, el Gobierno actuó en ese caso recién cuando detectó la ilegalidad en que había quedado Fibertel. Antes no podía hacerlo. Lo peor de todo es que esas reflexiones tan chiquitas dan más la sensación de querer agradar al poderoso.
Si éste fuera un gobierno de hampones, su confrontación con el Grupo Clarín entonces sería un hecho aislado, en un contexto de seis años de medidas conservadoras, y la denuncia sobre Papel Prensa podría ser también nada más que parte de una disputa de poder entre dos fuerzas del mismo signo. Incluso si fuera así, y de esa disputa surgiera algo bueno, bienvenida sea. Pero además, resulta que en estos seis años se han tomado medidas en la economía, en los derechos humanos y sociales y en las relaciones internacionales que dan un contexto diferente al de una banda de hampones. Se trata de un gobierno que ha desarrollado reformas que el centroizquierda y el peronismo siempre habían postulado. Y ahora propone la regulación de la producción y comercialización del papel de diario para “democratizar la información”. Se puede estar a favor o en contra, pero a esta altura zafar del debate acusando al adversario de mentiroso o dictatorial es una mentira ya evidente. Encarar o eludir un debate con recursos tan mezquinos empobrece la calidad de la democracia y fortalece a sus sectores más retrógrados.
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