La historia de la intensa relación bilateral entre Argentina y México en lo político, lo social y lo cultural no se reflejó en el desangelado encuentro que sostuvieron la presidenta del primero de esos países, Cristina Fernández, y el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón. Fue un encuentro de protocolo, con una ronda de firmas de acuerdos de importancia menor, y una mera formulación de buenos propósitos por ambas partes, de cara al necesario impulso a la integración latinoamericana. Fue, asimismo, la constatación de discursos divergentes: mientras la mandataria argentina imprimió al suyo el tono de un proyecto definido en contra de la desigualdad y en favor del bienestar social, el gobernante mexicano bordó sobre generalidades regionales. En síntesis, fue una reunión en la que se puso de manifiesto, una vez más, el desencuentro entre la administración calderonista y los proyectos gubernamentales progresistas, soberanistas y con sentido social que predominan en la porción sur del continente.
Con independencia de las críticas que puedan formularse al ciclo de gobiernos que arrancó en la nación austral hace ocho años, cuando el fallecido Néstor Kirchner llegó en forma casi accidental a la Presidencia, y que continuó en la administración de su esposa, Cristina Fernández, a partir de diciembre de 2007, es indiscutible que en ellos se ha expresado un proyecto de recuperación de la soberanía nacional, particularmente en materia de política económica y monetaria –una de las primeras medidas del presidente Kirchner fue cancelar la deuda contraída por Argentina con el Fondo Monetario Internacional, a fin de librarse de las imposiciones e injerencias de ese organismo internacional–, de reactivación del mercado interno, promoción de los derechos humanos, combate a la impunidad y construcción de un espacio latinoamericano de independencia ante los grandes bloques mundiales y efectiva convergencia política y económica regional.
En contraste, en el periodo correspondiente, dos presidencias panistas han impulsado un proceso de creciente supeditación de México a Washington, han profundizado una estrategia económica que agrava la dependencia hacia el extranjero y propicia la concentración de la riqueza –con el consiguiente crecimiento de la desigualdad y de la pobreza–, y han socavado el liderazgo histórico que nuestro país proyectó durante décadas hacia todo el subcontinente.
Tal contraste hace inevitable el achicamiento de las relaciones entre el gobierno mexicano y los liderazgos regionales emergentes –Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay–, que con distintos énfasis, ritmos y modalidades reconducen a sus respectivos países hacia los caminos del bienestar social, el crecimiento y la soberanía, caminos que han sido paulatinamente abandonados por los regímenes mexicanos del ciclo neoliberal, que aún perdura. Para avanzar más allá de lo protocolario en tales relaciones será necesario esperar a que en la institucionalidad nacional se produzca un cambio profundo de sentido y de rumbo.
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