Algunas afirmaciones de la presidente en el libro La Presidenta han dado lugar a réplicas, sobre las que puedo hablar con conocimiento de causa. Conocí a Graciela Ocaña cuando la joven diputada analizaba formas transparentes de financiación de los partidos políticos junto con Juan Manuel Abal Medina (h), Nilda Garré y el licenciado Carlos Alvarez; la vi con frecuencia cuando colaboraba con Elisa Carrió en la investigación sobre lavado de dinero y seguí con interés cómo cumplió la ímproba tarea de adecentar el PAMI que le encomendó Néstor Kirchner. Por eso me resulta incomprensible que pueda integrar el armado político de Francisco de Narváez. El rol de honesta en las peores compañías tapa de fango sus mejores aristas. La línea ascendente, del peronismo de San Justo al primer Frepaso, al primer ARI y al kirchnerismo se quiebra en forma abrupta. En pocas palabras: de investigadora de Gaith Pharaon a correligionaria de González Fraga, su vida política se convierte en una letra de tango. ¿Acaso ignora la contadora Ocaña que todos los bienes del candidato del Peornismo Opositor están inhibidos por la Justicia, hasta cubrir 87,3 millones de pesos, porque no pudo justificar ante la AFIP un incremento patrimonial del 900 por ciento con fondos provenientes de misteriosos fideicomisos? Del mismo modo, es asombroso que Ricardo Alfonsín, cuya ética republicana tiene un límite en Raúl Zaffaroni, se muestre sonriente del bracete con “Francisco” y llegue a decirle “Creo en vos”. Pero, sobre todo, es impactante la visita de Ocaña a la redacción del diario Clarín. Con sus rulos reprimidos de un planchazo y la expresión ausente de quien es víctima de un secuestro, narró allí un supuesto diálogo con Cristina, en marzo de 2009, cuando la presidente habría intercedido por el sindicalista bancario Juan Zanola. Como una niña pudorosa, Ocaña explica que dejó pasar dos años y medio para contarlo porque le daba vergüenza. Qué curiosa protección habrá sido esa, clamó la hija de Zanola, que sus padres llevan ya dos años presos, a disposición de un juez al que, sin embargo, se considera sensible a la voluntad oficial. Aparte de este hecho indesmentible, un recuerdo personal: Ocaña me contó que fue Alberto Fernández y no Cristina quien se opuso a que denunciara al superintendente de Servicios de Salud y recaudador de campaña Héctor Capaccioli.
On y off
Alberto respondió por una doble vía a las pocas frases que Cristina le dedicó. En un artículo con su firma se deshizo en elogios a Kirchner y lo contrastó con CFK, a quien denigró como nunca nadie. Pero en declaraciones off the record a los columnistas políticos de Clarín y de La Nación fue impiadoso con el ex presidente. Según Fernández, la mañana del 17 de julio de 2008, luego del voto del Senado contra la resolución 125, Kirchner instó a su esposa a dejar la presidencia, y fue el jefe de Gabinete quien le hizo cambiar de idea. El mediodía de aquel jueves, mientras almorzaba con Nilda Garré, recibí un llamado de Alberto Fernández. Me dijo algo parecido a lo que cuenta ahora y me pidió que tratara de disuadir a Cristina para que no hiciera esa locura. Hice el llamado y dejé el mensaje. Recibí la respuesta el sábado 19. Impresionado por el relato de Alberto, le transmití a Cristina el mismo mensaje de solidaridad y aliento que consta en mis columnas y en mis actividades públicas de aquella época, como la movilización callejera a la Plaza del Congreso. También ella me dijo algo similar a lo que cuenta ahora: que nunca pensó en renunciar, que se sentía con fuerza para capear todos los temporales e ir más allá de lo que pudiera preverse, que sabía quién era quién y que no la harían claudicar. Su tono era triste, severo y decidido. Pocos días después, Fernández le anticipó a la edición electrónica de Clarín la renuncia a la Jefatura de Gabinete que aún no conocían Cristina y Néstor. “Si no hacía eso, lo hubieran presentado como que me echaron, igual que a Javier de Urquiza”, se justificó ante mi extrañeza por su procedimiento tan desconsiderado con la presidente, que pasaba por su peor momento. Mucho después, cuando le pregunté a Cristina por qué había designado para sucederlo a Sergio Massa, me contestó que ante la maniobra de Fernández no tuvo tiempo de pensarlo dos veces. No me convenció, pero entiendo la urgencia con que a veces debe actuar un liderazgo político.
El tiro del final
Releo ahora mi columna del domingo 20 de julio de 2008: “El tema de discusión al día siguiente de la derrota en el Senado fue si es posible gobernar la Argentina cuando se ha perdido la mayoría en el Congreso y se afilan las hachas de la guerra para cobrar las audacias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en muy diversos campos. Un argumento postuló que de ahora en más sólo sería posible seguir acumulando derrotas o resignarse al rol de facilitador institucional de los intereses económicos más poderosos, y que mejor sería apurar el desenlace para ahorrarse esas opciones vergonzosas. Ya nada será igual, se regocijan las cámaras patronales, los políticos de la oposición y los medios que los acompañan como la sombra al cuerpo. El argumento opuesto replica que, como le pasó a Lula en Brasil, sólo se ha perdido una votación, por un margen muy estrecho. Ni la legitimidad institucional ni la fortaleza política del gobierno habrían sido afectadas. A este razonamiento se suman otros, de ética y de conveniencia: abandonar el gobierno y la presidencia partidaria desencadenaría una crisis institucional muy negativa para el país y desampararía a las personas y los sectores que, dentro y fuera del PJ, se jugaron por el proyecto kirchnerista. Además, si la derecha se hiciera cargo del gobierno recibiría una sólida situación económica y favorables condiciones internacionales. Esto le permitiría capitalizar los logros de la gestión actual, controlar la inflación con un típico ajuste del neoliberalismo sobre los más débiles y cargar en la cuenta de Kirchner y CFK los problemas que subsistieran”. Me parece que este texto contemporáneo de los hechos resuelve la contradicción entre los dos relatos. Allí donde no hay documentos, la historia se reconstruye a partir de las versiones contrapuestas de los protagonistas. Si en la conmoción de aquellas horas tremendas es normal que se hayan analizado distintas hipótesis, con dramatismo pero también con racionalidad, no es verosímil que haya sido Alberto quien recondujera a Cristina del desmayo al combate. La peripecia posterior de cada uno disipa cualquier duda. Mientras Alberto nutrió las fantasías de Scioli, Urtubey, Clarín, Techint y Gerardo Martínez sobre un poskirchnerismo antes de tiempo, Cristina ha recorrido con voluntad inflexible el curso de acción que me anticipó aquel sábado 19 y que ha puesto al país al reparo de las tempestades que llegan del Norte. La furia insultante de Alberto se desató por la referencia de Cristina a su vínculo con Clarín. Pero no hacía falta que lo dijera la presidente, porque lo saben hasta los dos jueces de la Corte Suprema a quienes el ex ministro abruma con sus alegatos informales a favor del Grupo en las causas pendientes. Estas descargas de Alberto y Graciela suenan a intentos de última hora por impedir lo inexorable, cuando se abran las urnas, este domingo.
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