ECOS DE LA MASACRE EN NORUEGA
Lecciones desde el infierno
Unai ARANZADI
Mousar Zjamaev, de 17 años, y Rustam Daudov, de 16, son dos adolescentes chechenos que se encontraban en la isla de Utøya (Noruega) durante la masacre perpetrada por el ultraderechista Anders Behring Breivik el pasado 22 de julio.
Al iniciarse el ataque, por ser de origen extranjero y mostrarse calmados, Mousar y Rustam fueron observados por sus compañeros noruegos con recelo. En realidad, los jóvenes socialdemócratas, que escrutaban a los dos inmigrantes con la mirada, no pensaron nada que no pensara -e incluso publicara- parte de la prensa en aquellos momentos. Tampoco una actitud menos hostil que la mostrada por la desconfiada Policía cuando horas después interrogó a los dos chechenos.
«Si hay atentados han de ser de terroristas, y si son terroristas han de ser musulmanes», parece ser la lógica con la que el discurso único ha penetrado en muchos hogares y redacciones europeas. Sin embargo, como suele suceder, la verdad se encuentra bien alejada de los grandes medios y sus «expertos en terrorismo». Para demostrarlo, Mousar y Rustam han narrado al diario noruego «Dagbladet» su desconocida historia.
«No era lo que decía»
«Escuchamos los disparos y vimos a un grupo de jóvenes y un hombre adulto que venía corriendo hacia nosotros. Pero el hombre no era lo que decía y aparentaba», recuerda Rustam. Quizás por provenir de ese mundo lejano a Escandinavia, y en el que la Policía suscita terror, la desconfianza en el uniformado les salvó la vida en ese primer encuentro con Breivik.
Desconcertado ante aquellos hechos, Mousar llamó a su padre. «Me dijo que me las iba a arreglar bien y que no pensase sólo en mí mismo, sino también en los otros jóvenes que estaban en la isla. Dijo que tratase de ayudar al mayor número posible de compañeros». La conversación con Jamal Zjamer, refugiado de esa nación que con un millón de habitantes lleva un siglo plantando cara a ciento ochenta años de exterminio, terminó con una escueta palabra: «¡Contraataca!».
Y una vez colgado el teléfono, Mousar, junto con su compatriota checheno Rustam, comenzó a atacar con lo único que tenían a mano: piedras. Su determinación fue tal que alcanzaron a Breivik en el brazo, recibiendo un «negro de mierda» como insulto, y una lluvia de plomo como respuesta.
Si bien la maniobra no consiguió detener la matanza, los dos muchachos dieron con una cueva que usaron como refugio, salvando la vida a 23 personas, incluyendo un niño de ocho años y varios heridos que, de no haber sido por ellos, se hubiesen ahogado en el frío lago.
Hechos como éstos, rompen, y descubren, la matriz de opinión forjada a tinta y fuego por quienes nos dictan quién es qué, en cuestiones hoy retóricas como la del «terrorismo» o el islamismo. Diarios prestigiados como »El País» y «The New York Times», que aquel día aseguraron, sin pruebas ni dudas, que los autores eran musulmanes, ya no hablan ahora de «atentado terrorista».
Mucho menos de Mousar y Rustam, civilizados musulmanes salvando a europeos de un salvaje cristiano.
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