Ricardo Forster
Mientras el vicepresidente de la Nación utiliza, sin ningún rubor, sus oficinas del Senado para articular con las fuerzas de la oposición su asalto al poder. Mientras el multimedios Clarín reduce la larga travesía del proyecto de ley de medios audiovisuales a lo que ellos denominan con absoluta arbitrariedad, y despreciando olímpicamente a una gran gama de actores que vienen batallando por torcerle el brazo a la impunidad corporativa y a las herencias de la dictadura, “la ley K de control de medios”. Mientras el insigne demócrata Mariano Grondona conspira pública e impúdicamente desde su columna dominical en La Nación anunciando que el 10 de diciembre es la fecha límite y el fin de la cuenta regresiva. Mientras la Mesa de Enlace intenta recomponer sus filas después de un lockout fallido y De Angeli continúa con sus vociferaciones de incontinente verbal; mientras algunas de esas curiosidades argentinas siguen desplegándose ante los ojos de la sociedad, lo cierto es que somos testigos, y algunos, parte, de un debate fundacional para la propia democracia.
Un debate ninguneado y bastardeado por la corporación mediática hasta el punto de intentar reducirlo a una pura lucha de palacio, a un intento del kirchnerismo por maniatar a la prensa “libre e independiente” (lo que no dicen, mientras hacen gala de su “pasión democrática”, es que son los dueños de casi todos los canales de aire y cable, de la mayor parte de las radios, de los principales periódicos y de las empresas que producen todos los contenidos al mismo tiempo que los distribuyen a su libre albedrío acaparando en todo el país bandas y frecuencias). Buscan mostrarse como víctimas de una persecución al mismo tiempo que le ocultan a la opinión pública los extraordinarios beneficios que han recibido gracias a la impunidad que les otorga, desde hace décadas, la Ley de Radiodifusión vigente y que, como todos saben pero pocos dicen, proviene de los años de la dictadura.
Extraña parábola retórica la que les permite tanto a los multimedios como a la oposición que ahora gira alrededor de Cobos, criticar despiadadamente un proyecto emanado de una larga y compleja discusión democrática que viene de los comienzos mismos de la recuperación de la democracia y que se profundizó en los últimos años a partir de la coalición por los 21 puntos. Ellos se sienten a gusto con una ley de los esbirros de la dictadura que fue “mejorada” por el menemismo; en ella ven libertad de prensa y de expresión. En la nueva ley que busca reparar una ofensa histórica ven, en cambio, chavismo+totalitarismo+fascismo+estatalismo. Curiosas piruetas discursivas que no hacen otra cosa que poner de manifiesto los intereses que buscan defender utilizando todo su arsenal (que incluye, claro, chantajes múltiples, presiones, golpes de efecto, mentiras que ni ellos mismos creen).
Como si fuera un insulto a la inteligencia de los lectores, Clarín desde hace semanas no hace otra cosa que hacer añicos cualquier seriedad periodística, cualquier pudor informativo, cualquier atisbo de objetividad para lanzarse a una campaña desenfrenada, brutal, enloquecida con el único objetivo de defender su enorme poder económico. La caída vertiginosa de la corporación mediática (y esto incluye también a otros grupos y medios periodísticos) en una jerga de truhanes que intentan mantener cautiva a la opinión pública, encuentra en el nuevo proyecto de ley a su principal contrincante allí donde amenaza concretamente con ponerle fin a la concentración monopólica abriendo el espectro para que muchas otras voces intervengan en el mundo de la comunicación, la información y la cultura.
Ese debate que hoy encuentra en la Cámara de Diputados de la Nación su epicentro viene de recorrer un largo camino. Años de intercambios, de discusiones apasionadas, de intervenciones públicas, de estudios académicos, de foros desplegados por todo el país; años en los que una multitud muy diversa de actores fueron articulando sus puntos de vista alrededor de un mismo objetivo: democratizar la circulación de la comunicación deshaciendo el nudo que sobre la garganta de la democracia dejó la dictadura y aprovecharon las corporaciones mediáticas. Una lucha en la que fueron convergiendo personas y organizaciones de las más diversas extracciones políticas, sociales, culturales y académicas (progresismos de diversos pelajes, socialistas, peronistas múltiples, radicales que siempre bregaron por una nueva ley, sectores nacional populares, pueblos originarios, sindicatos de periodistas, cooperativas radiofónicas, facultades de comunicación, asociaciones de cineastas, de locutores, actores, dramaturgos, universidades nacionales, y sigue la inmensa lista).
Porque otra mentira de aquellos que defienden la ley de la dictadura es reducir el proyecto presentado en el Congreso al mundo del kirchnerismo, como si fuese una creación autista del Gobierno, desconociendo que recoge, ese proyecto, la larga historia de la lucha por la democratización de los medios de comunicación. Ni la CTA, ni los diputados del SI, ni Pérez Esquivel, ni Víctor Hugo Morales, ni la propia Margarita Stolbizer (de cuyo proyecto se han sacado partes fundamentales para la nueva ley), ni el cineasta Campanella, ni la gente de Proyecto Sur, ni Martín Sabbatella, ni los diputados de Libres del Sur, ni muchos otros que han circulado durante estos días por el plenario de las comisiones para defender el proyecto o incluso para proponer nuevas enmiendas que lo mejoren, son parte del kirchnerismo. El espectro es amplísimo y democrático, como lo fueron las decenas de foros que durante varios meses se organizaron en distintas provincias teniendo, por lo general, a las universidades públicas como anfitrionas (¿habrá que recordar que desde la reforma de 1918 las universidades públicas son autónomas y se dan sus propios gobiernos y eligen democráticamente a través de sus claustros a quienes tienen la responsabilidad de dirigirlas?).
Pero, claro, nada alcanza cuando se trata de defender privilegios extraordinarios; cuando lo que se busca es seguir siendo los grandes árbitros de la vida nacional aprovechando el papel fundamental que los medios de comunicación tienen en el interior de nuestras sociedades. Porque ellos no quieren discutir si las telefónicas deben entrar en el negocio o si el ente fiscalizador y de control debe quedar en la esfera del Gobierno; a ellos no les interesa la discusión franca y abierta, no les importa el debate en el Congreso, lo que quieren es que no haya ley, ni ahora ni nunca. La postergación para el 10 de diciembre es una de sus estrategias para diluir toda posibilidad de que los argentinos contemos con una nueva ley de medios audiovisuales que permita el libre juego democrático anulando la perversión actual, esa misma que hace que la propia democracia languidezca ante el poder concentrado de la corporación mediática. Una ley no resuelve todos los problemas, pero ayuda a darle la vuelta a una página profundamente injusta de la historia de la joven democracia argentina; una historia atrapada en el engranaje de prácticas y discursos que atentan contra la libertad, esa misma que supuestamente ellos dicen defender.
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