Latinoamérica, ante sus bicentenarios
Diario El Mundo (España) 16.12.2009
Me ilusionan las conmemoraciones de acontecimientos históricos; siempre son una oportunidad para realizar investigaciones y para ser invitado a diversas reuniones académicas. Sin embargo, no me fío de sus connotaciones o utilizaciones políticas. En todo caso, para el mundo hispano, la conmemoración de los bicentenarios de las guerras de independencia constituye una oportunidad irresistible. La tentación de celebrar las identidades supuestamente nacionales seduce a las autoridades estatales, y los políticos tratan de apropiarse de la fama gigantesca de los caudillos independentistas. Es, desde luego, una ocasión de agitar las banderas y de ocultar la fragilidad de algunos edificios políticos condenados a su derribo.
Estas celebraciones comenzaron en España en 2008. Y el próximo año continuarán en 11 países de Latinoamérica. Los eventos para recordar un sinfín de proclamas, pronunciamientos militares, constituciones, campañas, batallas, tratados, triunfos y desastres, no se acabarán hasta 2021, cuando se cumplirá el segundo centenario del fin de
Los centenarios suelen resultar fatales para las expectativas de quienes invierten grandes emociones y grandes recursos. Los hipernutridos presupuestos culturales estimulan la investigación, y ésta acaba con los falsos mitos y las leyendas. Los historiadores tratarán de explicar cómo ocurrieron de verdad los procesos independentistas: las atrocidades, los masacres, las guerras a muerte, los asesinatos, las crueldades, las insensateces, las pestes, las hambrunas, la destrucción de vidas decentes, prósperas y felices... En definitiva, los estudios científicos desvelarán las consecuencias funestas que también tuvieron los procesos de independencia en Latinoamérica.
En la época de
Con los sufrimientos prolongados y las pérdidas materiales ocasionadas por las guerras de independencia, ese orden y aquella grandeza se echaron a perder. Para el mundo hispano, el siglo XIX fue una época de estancamiento económico, conflicto social y profunda inestabilidad política. Los historiadores son cada vez más conscientes del impacto tremendo de las guerras, que trastornaron vidas, entorpecieron economías, destrozaron infraestructuras, nutrieron enemistades y dejaron aplastados a los nuevos estados surgidos de las luchas.
Para las repúblicas hispanoamericanas, el examen detenido y sereno de su época de independencia será una experiencia decepcionante. Se darán cuenta de lo que se perdió con todos aquellos sacrificios. Hubiera sido inevitable que Madrid acabara concediendo cada vez más poder a las élites criollas. Y, tarde o temprano, la esclavitud tenía que desaparecer, porque las circunstancias económicas así lo exigían. Si los americanos hubiesen aguantado dentro de
El ejemplo de Cuba -donde la industria azucarera desarrolló un nivel alto de industrialización en el siglo XIX y su red de ferrocarriles era una de las más avanzadas del mundo- parece indicar que las oportunidades de modernización económica no hubieran sido inferiores en una Hispanoamérica dentro del Imperio español. Políticamente, tal vez, Hispanoamérica no se hubiera hecho pedazos ni se hubieran erigido, económicamente, tantas tarifas hostiles y restrictivas. En lo demás, la independencia trajo pocos cambios auténticos. Los países supuestamente independientes pasaron a ser dependencias económicas de capitalistas europeos y norteamericanos. Y las antiguas colonias españolas pasaron a las nuevas manos colonialistas de sus propias élites. Los indígenas vieron cómo unos amos explotadores eran sustituidos por otros, igual de opresivos.
Y en España, es muy posible que su historia decimonónica hubiera sido mejor, prescindiendo de la sangre y fuego de nuestra propia guerra de independencia, invirtiendo más esfuerzo en mantener nuestros vínculos con las Españas de ultramar, y aceptando una nueva dinastía relativamente liberal y modernizadora, como hizo Suecia en la misma época.
La conmemoración de los bicentenarios acabará con las ortodoxias históricas de los libros de texto. Lo más probable es que hasta los grandes héroes de las independencias terminarán derrumbados. Recuerdo un antiguo chiste de Mingote, en el que se veía a una turba furibunda y desenfrenada, volcando -con gritos salvajes y pedradas- la estatua de un hombre de bigote exagerado, cuyo pedestal llevaba la digna inscripción: Al glorioso Pérez. Ensalzar a una multitud excesiva de héroes olvidables para luego hacerles caer es, desde luego, un vicio muy español. Los héroes suelen ser vulnerables, porque, mientras que la santidad es virtud universalmente reconocida, el heroísmo es cosa partidista. Todo héroe es un villano para los del bando opuesto. Los centenarios, por tanto, suelen ser duros con los héroes.
Basta con recordar lo que pasó con Cristóbal Colón en 1992. El antiguo héroe de la hispanidad terminó desacreditado y tachado de genocida. Por su parte, en 1988, los australianos se dieron cuenta de que el país que se había fundado dos siglos antes surgió del sufrimiento de los indígenas y de la opresión de los colonos.Y en 1997, el mundo se sintió repugnado ante la figura de un Vasco de Gama cruel y despótico.
EL MISMO Simón Bolívar está listo para ser derribado. Tuvo cualidades sumamente admirables, pero sus admiradores empiezan a darse cuenta de sus tendencias sangrientas, despóticas, místicas e irracionales. No quiero quitarles a los caudillos independentistas su valentía ni sus victorias, pero la verdad es que la derrota de los ejércitos españoles no fue la consecuencia de su proeza militar, sino de las bajas catastróficas infligidas por la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades. Los grandes vencedores no fueron los insurgentes, sino los insectos, y el gran libertador no fue Bolívar, sino el mosquito.
En años recientes, la sátira colombiana ha empezado a ironizar la figura de Bolívar, pero quien más ridiculiza al gran héroe es Hugo Chávez, con su absurdo bolivarianismo, un infundado intento de apropiarse de la herencia del Libertador, mientras rinde un culto exagerado a su memoria. Fuera de Venezuela, la fama de Bolívar podría hundirse, sencillamente por el rechazo a los excesos de Chávez.
Las llamadas guerras de independencia fueron una inmensa guerra civil. Luchaban españoles contra españoles, atlánticos contra transatlánticos, patriotas contra afrancesados, reaccionarios contra ilustrados, realistas contra republicanos, seculares contra clericalistas, federales contra provinciales, razas contra razas, y toda clase de particularismos, unos contra otros. En lugar de ser una ocasión para celebrar la unidad frente al enemigo común, la conmemoración podrá encender pasiones locales, regionales y secesionistas.
Ya vimos en España el año pasado que el hecho de que catalanes y vascos lucharan junto al resto de los españoles contra los invasores del siglo XIX hoy no cuenta nada en la mentalidad egoísta de los micronacionalismos que nos afligen. Acabo de participar en unas jornadas conmemorativas de la independencia en Colombia, donde llamó la atención el choque de celos de representantes de distintos lugares, empeñados en proclamar la prioridad de las contribuciones particulares de sus antecesores. Efectivamente, durante las guerras, para los de Cartagena era más importante conseguir ser independientes de Bogotá que de España. Los ciudadanos de Cali van a celebrar su propia independencia unos días antes que los del resto del país para expresar así su rechazo a la supremacía de la capital.
Y en México, las autoridades de Yucatán y Chiapas muestran poco entusiasmo por unirse a las celebraciones centradas en el valle mexicano. Para Uruguay y Paraguay, la independencia que celebran es la que se produjo de Argentina y no de España. Por no hablar de que, a la hora de independendizarse, Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador formaron en principio una sola república, y, sin embargo, las enormes diferencias políticas que les separan en la actualidad no van a superarse. Que tampoco espere nadie que Nicaragua y Honduras sumerjan sus desacuerdos en un intento de reconstruir su antigua unidad.
Los bicentenarios, en conclusión, resultarán enormemente provechosos para nosotros, los académicos, y enormemente peligrosos para nuestros patrocinadores: los políticos.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de
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